ZUNAIRA SE VE OBLIGADA A ESPERAR A
SU MARIDO QUE HA SIDO OBLIGADO POR LOS TALIBANES A ENTRAR EN LA MEZQUITA, CON
LOS DEMÁS TRANSEÚNTES A LATIGAZOS.
Deben de
ser las diez y el sol ya no tiene freno. El aire está cargado de polvo.
Envuelta en el velo como una momia, Zunaira se asfixia. La ira le oprime el
vientre y le anuda la garganta. La ponen aún más nerviosa unos deseos locos de
alzar el capuchón buscando una hipotética bocanada de aire fresco. Pero no se
atreve ni a enjugarse con un pico de la burka el sudor que le chorrea por la
cara. Igual que una loca atrapada en una camisa de fuerza, se queda desplomada
en la escalera, derritiéndose de calor y oyendo cómo se le acelera el aliento y
le late la sangre en las venas. De repente, la inunda el rencor contra sí misma
por estar ahí, sentada al sol entre unas ruinas igual que un hatillo olvidado,
atrayendo, a veces, los ojos intrigados de las transeúntes, y otras, las
miradas despectivas de los talibanes. Se siente como un objeto sospechoso
expuesto a todo tipo de preguntas, y eso la atormenta. La vergüenza se apodera
de ella. Tiene clavada en el pensamiento la necesidad de salir huyendo, de
volver en el acto a su casa, de meterse en ella dando un portazo y no volver a
salir más. ¿Por qué accedió a acompañar a su marido? ¿Qué esperaba encontrar en
las calles de Kabul que no fueran miseria y afrentas? ¿Cómo ha podido aceptar
ponerse este atuendo monstruoso que la reduce a la nada, esta tienda de campaña
ambulante que supone para ella una destitución y un calabozo, con esa careta de
rejilla que se le estampa en la cara como celosías microscópicas, esos guantes
que le impiden reconocer las cosas al tacto y ese peso que es el de los abusos?
Y, sin embargo, ha sucedido lo que ella se temía. Sabía que su temeridad la
exponía a lo que más aborrece, a lo que rechaza incluso dormida: la
degradación. Es una herida incurable, una invalidez a la que es imposible
acostumbrarse, un traumatismo que no aplacan ni las reeducaciones ni las terapias
y no puede admitirse sin naufragar en el asco propio. Y ese asco Zunaira lo
percibe con toda claridad; fermenta dentro de ella, le consume las entrañas y
amenaza con inmolarla. Nota cómo le crece en lo más hondo del alma, igual que
la hoguera de un condenado.
Puede que sea por eso por lo que está empapada y se
asfixia dentro de la burka y por lo que la garganta seca parece derramarle un
olor a quemado en el paladar. Una irreprimible rabia le oprime el pecho, le
fustiga el corazón y le hincha las venas del cuello. Se le nublan los ojos:
está a punto de romper en sollozos. Haciendo un esfuerzo inaudito, empieza por
apretar los puños para que dejen de temblarle, endereza la espalda y se
esfuerza por controlar la respiración. Poco a poco va ahogando la ira, paso a
paso deja de pensar. Tiene que aguantar el padecimiento con paciencia y esperar
hasta que regrese Mohsen. Bastará una torpeza o una queja para que se exponga
inútilmente al celoso enardecimiento de los talibanes.
* * * * * *
Nota: Dedicado a
Bibiana Aido, para que cuando diga que esto es un problema “complejo”, que debe
ser abordado "desde el sosiego y la tranquilidad". Que piense un
poquito y entienda como se siente una persona enjaulada por los integristas de su religión. (No
confundir con el resto de las personas que profesan libremente una religión y
no se la imponen a los demás).
Leo desde el desasosiego la historia de ésta mujer, el integrismo ahorca y envilece el alma humana.
ResponderEliminarMucha suerte en tu travesía. Desde mi nave (más de tres años surcando la red) un saludo de tu amigo Víctor Pérez (bueno siroco realmente).
;0))