Título: El soldado Hesse
Autor: Howard Fast
Traducción de Horacio Laurora
© 1972 by Howard Fast
Editado por PLAZA & JANES, S. A.
Primera edición; Enero, 1982
ISBN: 84-01-49009-X
11. EL VEREDICTO (fragmento)
—Es usted un cínico irremediable, Feversham... Bueno, yo
también lo soy... ¿Cómo tomó la cosa la muchacha?
—¿Cómo cree usted que podría tomarla?
—He sido justo, ¡qué demonios! No me mire como a un cerdo
inmundo.
—¿Eso es lo que quería decirme?
—He sido justo, Feversham... ¡maldita sea! Debe usted
reconocerlo. Podría yo haber convertido en un infierno perpetuo la vida de esa
gente. A sus ojos, Feversham, no me han hecho nada. Pero yo y la mayoría de
nuestro pueblo pensamos que han traicionado nuestra causa.
—Yo no he dicho que no hicieron nada.
—¿Se retracta usted ahora, Feversham?
—A decir verdad, no... En mi opinión, realizaron una acción
humanitaria.
—Me asombra usted, Feversham.
—Sin embargo, reconozco que usted podría haber convertido su
vida en un infierno.
—Usted da a cada uno lo suyo, ¿no?
—¿Qué importa lo que yo piense?
—Nada... —Luego de una larga pausa y, observándome a través
de la penumbra, me preguntó—: ¿Era Calvil el que estaba chillando allí?
—Sí.
—Lo tendré en cuenta, para romperle el pescuezo a ese
miserable.
—Lo consagro paladín de las mujeres —le dije, aprobando sus
palabras.
—No se traicione, Feversham, para mostrarse detestable...
Ello es muy natural. Supongo que se propone pedir clemencia a Packenham.
—¿Se opone usted?
—No. ¡Adelante...! Aunque no creo que tenga éxito con ese
vanidoso hijo de puta. Personalmente estimo que lo odia a usted por su valor...
Aunque, después de lo que usted le dijo, no lo condeno. ¿Qué pasó en Saratoga?
—Lo que ocurre en cualquier batalla. Perdió el valor y
resolvió emprender la fuga.
—¿Logró huir?
—No. Stark lo contuvo y lo castigó hasta dejarlo medio muerto.
—¿Con sus manos?
—A cintarazos. ¿Ha visto usted castigar a alguien con la
espada?
—¿Y piensa pedirle un favor a ese hombre? —Hunt sonrió y
meneó la cabeza—. Adelante, Feversham, adelante.
—¿Dónde está?
—Arriba, en el gran salón, mordisqueando algo con el
encantador St. August. Hay que comer mucho para llenar una panza semejante.
—Le admiro sus amistades —le dije, en tanto me dirigía hacia
la puerta.
De pronto, él me espetó:
—¡Feversham!
Me detuve.
—Hago lo que debo hacer, Feversham. Me importa un bledo lo
que usted piense de mí... Simplemente quiero dejar sentado que hago lo que me
incumbe hacer.
—Todos hacemos lo que debemos hacer, squire. (Caballero,
persona distinguida)
Ya en la planta alta, llamé a la puerta y St. August, con
voz alegre y cantarina, respondió:
—¡Adelante! ¡Adelante!
Estaban los dos sentados a la mesa en mangas de camisa. Ante
ellos había una fuente con dos patos asados y una gran torta de manzana. Comían
con un entusiasmo que les impedía apartar los ojos de las viandas. Luego de
desgarrar los patos en pedazos, lamían la grasa que chorreaba de sus dedos y a
continuación hundían sus cucharas en las profundidades de la torta de manzana.
Pasó bastante tiempo antes de que examinaran a su visitante. Al verme, sus
brillantes rostros se ensombrecieron.
—Creo que no tenemos nada que decirle, Feversham —me dijo el
general. En seguida ingirió una gran cucharada de torta y se dirigió a St.
August—: Manzanas pasas.
—Estamos en junio —se excusó St. August.
—Supongo que peor es nada... ¿Qué desea usted, Feversham?
—Deseo presentar un descargo.
—Déjese de tonterías —me dijo Packenham, salpicando saliva a
través de un trozo de pato—. Los hombres como usted no presentan descargos. Lo
malo, respecto de los individuos de su clase, Feversham, es que consideran a
los demás unos tontos, o sea, dan por sentado que los otros son trasparentes y
se consideran a sí mismos impenetrables. Este pato huele mal, St. August.
—¿Será silvestre?
—Es demasiado gordo para ser silvestre. Lo que ocurre es que
los alimentan con porquerías... Con pescado viejo. Adelante, Feversham, con su
petición.
—No ahorque al muchacho. Se lo pido de todo corazón, general
Packenham. Por favor, no lo cuelgue. Véndalo como una mercancía. Eso será un
castigo suficiente.
—¿Por haber matado? Vamos, Feversham.
—No, no... Es tan culpable de asesinato como yo.
—¿De veras?
—Por favor... Se lo pido al oficial y al caballero.
—Retribuyo su cumplimiento, Feversham, aunque dudo de que
existan todavía oficiales y caballeros en este miserable Ridge. Esta comida no
es digna ni siquiera de un cerdo, y la cerveza está agria y caliente como la
orina. ¿Cuál es el postre, coronel?
St. August destapó una fuente de loza.
—Crema con miel —dijo.
—¿Crema?
St. August sumergió un dedo en la fuente y luego deslizó por
él su lengua.
—Dulce como la miel —dijo.
—Ahora han cambiado de táctica... Beba una cerveza con
nosotros, Feversham, y olvídese de lo ocurrido. Los hombres como usted no piden
clemencia. ¿Oyó los testimonios?
Cerré la puerta a mis espaldas y descendí a la planta baja.
La cocina de la posada, llena de gente y de gritos, apestaba a comida y
cerveza. Todo el mundo discutía allí. Los diálogos eran acalorados y violentos,
pero muy pocos defendían al alemán y aún éstos lo hacían más por el placer de
discutir que por defender a un inocente. En el salón del tribunal encontré de
nuevo a Hunt, quien, siempre en la misma silla y con las piernas extendidas, me
saludó con un brazo:
—¿Ablandó al general, Feversham? —me preguntó.
—A usted lo escucharía.
—Deje que cuelguen al mercenario, Feversham. Por más vueltas
que le dé, usted sigue siendo un extranjero aquí. América siempre será una
tierra extraña para usted... Con más razón el Ridge. Usted nunca nos
comprenderá, porque no nos parecemos en nada de lo que usted conoce. Si nos
toma por unos ingleses que hace dos, tres o cuatro generaciones nos
establecimos en este suelo, se equivoca usted de medio a medio. ¿Piensa, acaso,
que nos apoderamos de este continente y lo hicimos nuestro mediante la
clemencia? ¡De ninguna manera, señor! Cada pulgada de este territorio nos costó
sangre. Mi abuela tuvo once hijos, de los cuales sólo sobrevivieron dos.
Durante cierto invierno tuvieron que alimentarse con raíces arrancadas a la
tierra helada. Estos campos son tan fértiles y verdes como el trasero de una
marrana. Sin embargo, ¿qué pueblo fue capaz, como nosotros, de erigir una
muralla de piedra de un millar de millas de longitud? Todas las malditas
piedras que componen ese muro fueron extraídas de estos mismos campos durante
sólo dos generaciones. Edificamos estas casas y desbrozamos esta tierra con
nuestras propias manos y luchamos contra los indios para que no quedaran dudas,
respecto de nuestro dominio. Nuestro derecho emana del esfuerzo que realizamos
para vivir en este maldito desierto. Hace seis años que luchamos contra los ingleses
y lucharemos otros seis y aun sesenta años, si es necesario. De modo que no
puedo explicarle lo que pasó dentro de mí cuando vi el cuerpo de Saul
Clamberham colgado de un árbol.
—Le importó un bledo de Saul Clamberham —le dije.
—En efecto, me importó un bledo. Nunca perdí el sueño por
él. Pero le diré por quiénes me preocupé: por los mercenarios. Cuando
aparecieron en el Ridge, mi estómago se agrió como el vino echado a perder.
Existe una diferencia fundamental entre usted y yo, Feversham: yo sé odiar y
usted no... El odio es hermoso, porque nos hace más fuertes... más de lo que usted
se imagina. ¿Cree usted que yo estaba seguro del resultado cuando me dirigí con
mis hombres a la granja de Buskin? De ninguna manera. Los milicianos del Ridge
no son soldados: ése era el primer combate que afrontaban en sus vidas. Por
eso, al producirse las primeras descargas casi todos huyeron. Tanto temían a
los alemanes que al pensar en ellos se estremecían. Usted los vio cuando se
presentaron en la granja. Muy pocos milicianos pensaban que seguirían vivos al
finalizar el día... Y usted me pide que me conduela de los mercenarios. No,
señor, usted jamás me comprenderá.
—Así es, squire Hunt, no lo entiendo —admití.
* * * * *
Howard
Melvin Fast (Nueva York, 1914 –
Connecticut, 2003). Prolífico
escritor estadounidense y autodidacta. Hijo de emigrantes judíos, se
cambió el apellido de su padre Fastovsky, por Fast. Desde muy joven
trabajó en la biblioteca pública de Nueva York, y vendiendo
periódicos. Recorrió el país haciendo autostop y subiéndose en
los ferrocarriles buscando trabajos. En esa época comienza a
escribir.
Su primera novela, Two
Valleys (Dos Valles), fue publicada en 1933, con 18
años de edad. Su primera obra popular fue Citizen Tom Paine
(Ciudadano Tom Paine), un cuento sobre la vida de Thomas Paine.
Interesado siempre en historia americana, escribe The Last
Frontier, (La última frontera), sobre una tentativa
de los Cheyennes de volver a su tierra nativa; y Freedom Road
(Camino de la libertad), sobre las vidas de los
antiguos esclavos durante el Período de reconstrucción.
Durante la Segunda Guerra
Mundial trabaja en la Oficina de Información de Guerra de Estados
Unidos, escribiendo para la Voz de América.
En 1943 se afilió al partido
comunista y en 1950 fue encarcelado por negarse a dar los nombres de
los contribuyentes al Comité de Ayuda a los Refugiados
Antifascistas, que había comprado un antiguo convento en Toulouse
para convertirlo en un hospital en el que trabajaban los cuáqueros
ayudando a refugiados republicanos de la Guerra Civil Española (una
de las contribuyentes era Eleanor Roosevelt).
En la cárcel comenzó a
escribir su trabajo más famoso, Espartaco, novela
sobre la sublevación de los esclavos romanos encabezada por
Espartaco. J. Edgar Hoover envió una carta a las editoriales
advirtiéndoles de que no deberían publicarlo. Con los escasos
sueldos de su mujer y suyo, creó Blue Heron Press y publicó
el libro. Se vendieron cuarenta mil ejemplares, y tras el final del
Macartismo, fue traducido a 56 idiomas y se vendieron varios millones
de ejemplares y fue llevada al cine. Protagonizada por Kirk Douglas,
y dirigida por Stanley Kubrick, fue un éxito de taquilla, ganó
cuatro Óscar y fue nominada a otros dos.
Puesto en la “lista negra”
por sus actividades comunistas y sus antecedentes penales, Fast no
pudo publicar con su nombre, utilizó el pseudónimo E. V.
Cunningham.
Como protesta por la represión
en Hungría abandonó el partido comunista en 1956; desilusionado por
ello, escribió El dios desnudo
(1957).
Escribió excelentes novelas
policíacas con el seudónimo de E.V. Cunningham, quizá la
mejor sea Stella, que recuerda a la mejor literatura de
Raymond Chandler. Es autor de 80 novelas entre las que destacan Two
Valleys (1933), su primera novela, La última frontera
(1941), La pasión de Sacco y Vanzetti (1953), Josué,
el guererro judío - El río de oro (1960), Poder
(1963), Mis gloriosos hermanos, Ciudadano
Tom Paine, La segunda generación
(1978) y Greenwich (2000).
Sus novelas de mayor éxito
siempre tuvieron un marcado acento político y social y varias se
llevaron al cine. Howard Fast murió el 13 de marzo del 2003 en su
casa de Old Greenwich, Connecticut.