miércoles, 8 de septiembre de 2010

LAS NIÑAS DEL CARRITO


LAS NIÑAS DEL CARRITO
Se llamaban Lía y Chisca. Eran hermanas, casi de la misma edad, Chisca era 14 meses mayor que Lía, y tenía el pelo ondulado y rubito, mientras que Lía lo tenia totalmente lacio y un poco más oscurito; las dos eran de piel clara como su madre – que tenia lo que se decía por entonces, piel de marquesa – y tenían casi la misma estatura; Chisca era la más asustona de las dos y Lía era más atrevida.

En esa época, las mujeres tenían muchos hijos seguidos y escalonados, hasta que su experiencia les enseñaba cuando y como tenían que dejar de parir, aprendiendo toda clase de subterfugios para no tener traer más hijos al mundo y que pasaran necesidades, en realidad era “anhelo de todo”, pues no había nada.
Tenían cuatro hermanos más – dos niños y dos niñas –, una hermana y los dos hermanos eran mayores que ellas dos y vivían junto con sus padres –Svan y Rossi- en una casita-choza casi medieval. Svan era doce años mayor que Rossi. Según cuentan se casaron para que Rossi pudiera escapar del dominio y la crueldad de sus padres adoptivos que solo la quisieron para tenerla de criada durante el tiempo que vivió con ellos.
Eran los primeros pobladores de la zona en donde tenían su terreno-solar-casita-hogar, un descampado de mala tierra, – por donde pasaba un arroyo, seco en verano y desbordado en invierno – que no servia ni para que crecieran los jaramagos y donde los pobres de los sitios más dispares irían concentrándose y con el tiempo se convertiría en una barriada de las inmediaciones del centro de la ciudad. En ese tiempo nada más que existían varias casas muy retiradas entre ellas, esparcidas en ese descampado.
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Tanto Lía como Chisca, tenían que ayudar a su padre en el único trabajo que tenia a veces para el sustento de la familia, pues los dos hermanos estaban desde pequeñitos trabajando en una vaquería durante todo el día y allí les daban de comer, por dicho trabajo.
Cuando no tenía trabajo en el campo, Svan pedía permiso al señorito de una finca llamada el Coscollar, situada a unos 10 kilómetros de distancia de donde ellos vivían, para podarle gratis los olivos y la madera recogida la vendía a la panadería que había cercana a su casa.
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Svan salía al amanecer tirando de un carro con sus dos hijas, Lía y Chisca. Tenían que transitar empujando el carrito, en dirección norte, por unos caminitos de polvo, piedras, tierra… entre matorrales y arbustos. Al final de los intricados caminos, justo antes de llegar a la carretera, tenían que pasar un pequeño monte donde había una tapia que rodeaba la casa de una familia de apellidos de ascendencia extranjera – inglesa o alemana – y por supuesto muy rica. Las niñas acercaban unas piedras a la pared de la tapia y se quedaban un ratito mirando por lo alto de ella, para ver como era esa casa tan grande y muy diferente a la suya, después salían corriendo y alcanzaban al carro y a su padre, antes de llegar a la carretera –camino con algo de asfalto– que les llevaba en dirección oeste hacia la finca donde Svan tenia que desmochar los olivos del “Coscollar”.
Los primeros tres kilómetros de la carretera eran empinados y de pendiente constante, y las niñas tenían que empujar el carrito para ayudar a Svan. A la izquierda de la carretera había algunas casitas del mismo estilo que la que las niñas veían por la tapia, pero no tan grandes; después todo se volvía campo a ambos lados de la carretera.
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Cuando el terreno era llano Svan tiraba del carrito el solo e incluso en las bajadas, subía a sus niñas al carrito para que estuvieran alegres y se pasearan. Era una forma de entretenerlas pues sabía que sus hijas a pesar de su corta edad –8 y 9 años– tenían que trabajar duro al llegar al olivar.
Tanto Lía como Chisca iban cantado y felices a la ida cuando estaban en lo alto del carrito. Antes de llegar a su destino, pasaban por delante de la casa-cuartel de la guardia civil. Allí las saludaba la mujer del jefe del recinto. Era una señora muy cariñosa, que además no tenía hijos y adoraba a las niñas y les decía que se llegaran a la vuelta con su padre.
Sobre las 11 de la mañana llegaban a la finca y dejaban la carretera entrando por un camino pedregoso donde dejaban el carro y junto con su padre entraban en el campo.
El carrito de las niñas
Mientras Svan iba desmochando los árboles, las niñas eran las encargadas de llevar los trozos de madera que su padre les indicaba al carro que estaba en el camino. Si los pedazos de madera eran pequeños los llevaban a pulso en los brazos y cuando eran muy pesados y grandes, tiraban de los troncones arrastrándolos por el campo hasta el carro.
En esa tarea se tiraban hasta las tres de la tarde. Svan siempre llevaba una garrafa de plástico con agua para los tres.
Las niñas acababan con los pies destrozados, pues llevaban sandalias de plástico, de esas que con el sudor y el polvo se va formando una mezcla que se mete entre los deditos pequeños, te cubre toda la planta del pie y este se desliza por dentro de la sandalia. A pesar de todo para Lía y Chisca era como un juego. No había prisa, ni futuro.
Cuando terminaban de llenar todo el carro, Svan tiraba de el hasta sacarlo hasta la carretera. Las niñas se entretenían en el campo intentado limpiarse la planta de los pies para que estos no le resbalasen en las sandalias y poder empujar el carro de su padre.
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Chisca era la más asustona de las dos y a pesar de ser la mayor, le aterrorizaba quedarse sola en el olivar. Lía, que lo sabia, jugaba con ella y le decía que iba a salir corriendo y dejarla sola. Chisca ante la provocación de Lía, le aseguró que le tiraría una piedra si no la esperaba., Cuando Lía empezó a andar hacia la carretera dejando atrás a su hermana, ésta le tiró una piedra, con tan mala fortuna que le dio en la cabeza y le hizo una herida por la cual comenzó a salirle un poco de sangre.
Cuando llegaron al final del camino, justo antes de la carretera, donde las esperaba Svan, Lía le dijo que se había tropezado y que se había caído, su padre empezó a curarla echándole agua de la que llevaban en la garrafa y le puso un trapo para presionarle la herida.
Mientras Lía gemía de dolor, Svan le preguntó que como era posible que se cayese hacia delante y la chifarrada la tuviera en la parte de atrás de la cabeza. Cuando Lía iba a revelar lo ocurrido a su padre, levantó la cabeza y vio el brillo de los ojos de Chisca que la miraba fijamente a la cara y en ese momento Lía no abrió la boca.
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Svan era demasiado bueno con ellas y no les preguntó nada más pues estaban muy cansados de recoger los troncones de madera. Una vez pasado el incidente entre las dos hermanas, y cuando Lía había recuperado el aliento, entre los tres empezaron a mover el carro de vuelta a casa.
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Cuando pasaban por delante de la casa-cuartel ─ mientras Svan se iba a la cercana taberna El Alambique ─, la mujer del jefe del cuartel, doña Lucinda, se quedaba con las dos niñas. Ellas se lavaban las manos y limpiaban sus sandalias en un grifo que había a la entrada del patio de la casa-cuartel, y mientras tanto doña Lucinda les preparaba unos huevos fritos con ajos, pues tanto a Chisca como a Lía les encantaban.
Durante el almuerzo, doña Lucinda les preguntaba que si iban al colegio y ellas le contaban que tenían que ayudar a sus padres, y que por eso no estaban en el colegio. Las niñas no paraban de hablar y Lía le dijo que el vestido de lanilla con florecitas que llevaba puesto se lo había hecho su madre.
Cuando Svan regreso del Alambique, emprendieron la marcha con el carro cargado de madera, y doña Lucinda se despidió de las niñas.
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Aunque a Svan no se le notase nada, en la taberna se había tomado más vino de lo recomendable para la vuelta y al rato empezó a pasarle factura la bebida, empezó a marearse y no podía apenas tirar del carro, aunque las niñas lo ayudaban, llegó un momento en que se cayó al suelo y no podía levantarse.
Las niñas al ver como se encontraba su padre se pusieron a llorar pero, a pesar del llanto le ayudaban a levantarse y empujaban el carro entre ellas dos. Así durante todo el resto del camino de vuelta a casa. Para las niñas era un suplicio, hasta que a Svan se le iba pasando el efecto del exceso de vino ingerido en la taberna.
Cuando estaban cerca de la casa, Svan ya se había recuperado de la borrachera del vino blanco que había tomado en El Alambique, en ese momento, les daba un par de besos a las niñas y las dejaba cerca de casa y seguía con el carro en dirección a la panadería, donde entregaba la leña que había acordado con la dueña.
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Lía y Chisca le contaban a su madre lo bien que se lo habían pasado y no le decían nada de lo ocurrido por el camino, cuando tenían que ayudar a su padre y empujar el carrito durante todo el camino de vuelta a casa.
Svan después de vender la leña recogida en el olivar, en el camino de vuelta a casa pasaba por una taberna cercana y se dejaba parte de lo ganado ese día.
La cena de la familia ese día y como casi siempre según recuerdan las niñas del carrito eran unas gachas y a dormir hasta el día siguiente, que la vida continuaba.
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Doña Lucinda les buscó un colegio ─ el Saint Anthony para niños pobres ─, para que pudieran aprender a leer y escribir, y además comer todos los días. Del pan que le daban en la comida, siempre guardaban un trozo que le llevaban a su madre, pero el hambre hacia que en el camino de vuelta a casa, se convirtiera en un trocito.
Dentro del colegio había una tapia que las separaba de otro grupo de niñas diferentes. Eran más altas y vestían de uniforme. En su grupo todas tenían ropa de lanilla floreada y sandalias de plástico.
Chisca y Lía con 16 y 15 años


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Aún hoy día las niñas recuerdan ese colegio y las aventuras en el carrito con su padre.
A pesar de los sinsabores, siempre fueron felices con Svan y Rossi a los que cuidaron hasta el final de sus días.
A las hermanas más buenas del mundo, que les trasmitieron a sus hijos/as humanidad y alegría para sus vidas.

Esta historia no se sabe si real o imaginaria, para que sus hijos y nietos las recuerden siempre